Lo primero, después del susto que fue víctima el gato, fue la noche oscura ante mis ojos. El solo grano de claridad del fuego insuficiente de mi globo aerostático -que compré en una baratija de sótano de un señor muy extraño-, junto a una temperatura muy baja como la noche de los polos, Lluhl mi gato respiraba con alguna dificultad. Yo había llevado conmigo un par de cuadros que colgaban en mi casa, y dentro del globo miraba una mesilla junto con una jarra de agua. Llevar a mi gato: el único accidente.
Ni en mi más remoto recuerdo habitaba semejante oscuridad y tan baja temperatura. El fuego por encima de mi cabeza, hijo del sol. Lluhl hecho una bola arriba de la mesa sin movimiento alguno. Ningún eco. Ninguna brisa. Después trataba de beber del agua que la jarra contenía, yo tuve un momento después la imprescindible sed, y bebí de la misma como si se tratara de un desierto. Pero asomé, levantándome, hacia fuera del globo que era protegido por una capa de gaucho. Hice un espacio y el lugar se volvió más frío. El gato se movió mientras veía yo la mancha que de lejos apenas dejaba verse; era una macha color verde. Y no exagero si el verde era intenso, inclinado al amarillo, su florescencia. Todo alrededor seguía siendo oscuro, a pesar de ese efecto fantástico. Supe de repente que estaba volando sin dirección, así como de repente -como hace mucho- sólo estuviera en la visión de un niño que, repentinamente, se le pidiese tener la necesidad de tener presente la ubicación. Tanto frío, y el aire puro parecía estar cada vez más ausente; tanto que el fuego disminuía, el gato estático apenas sí de reojo lo veía. Pronto asomó la intensidad de pequeños rayos de sol, entonces el globo estaba encima de una llanura inmensamente desierta, muchas rocas amorfas y hoyos, casi grandes pozos. Me pareció, por mucho, osado intentar salir del globo. Sabía que me faltaba el aire, mareos e hinchazón que no podía explicar. Y en efecto, a causa de mi desmayo no supe siquiera el peligro de mi aterrizaje, si es que hubo alguno. De hecho, todo fue desconocido, no importaba si "peligro" no estuviera adecuada. Esa palabra siempre la dice un tercero, un otro, que logra mirar que nada me salvaguarda. El fuego se esfumó, rompiendo el esqueleto de la capa que hacía del globo, algo curvo y flotante. No morí asfixiado por suerte a la posición inclinada de su caída, naturalmente, desperté sobrecogido llamando desmesuradamente a Lluhl.
Entonces me dirigí a un gran hoyo, ante la ausencia de mi gato. Cuando salí, la tierra era curva pero se hallaba firme; alguna vez estuve cerca de los hoyos en los campos de golf, en esa curva perfecta, salvajemente delineada.
Intenté poner marcas al rededor. Pensé que se vería bien desde alguna montaña por la mañana, de tanta soledad nunca pude pensar si quiera en que eso también podría ayudarme a ser visto, y en consecuencia intentar salvarme de mi inesperada avería. La salida del sol se retardaba demasiado, pues ya casi llevaba recorridos varios kilómetros. Mi cansancio estuvo acompañado del sentimiento más angustioso que he padecido. Mi muerte en la luna.
¡¿Dónde se apoyaba el globo, Lluhl, el fuego y yo?!... El sol se vio inmenso, casi el doble que en la tierra, antes su luz lastimó toda mi piel, y la retina de mis ojos. Después la tierra apareció como si estuviera en un papel secundario dentro de una obra espeluznante. Yo como espectador y su fatalidad. Me quedé perplejo. El día tuvo una duración inmensa, nunca, en ese tiempo, lo supe preciso. El verde que vi hace unos días es dónde bebí en mis días agitados. No había tal amarillo, su brillo llegaba de fuera. Mi decisión fue ya no regresar, empezado el espectáculo perverso, no intenté más allá de lo que podía hacer: con la voz entrecortada me recosté para seguir mirando de reojo aquel silencio. El de Lluhl encima de la mesa. El del fuego paralizado. El de la muerte minimizada, en una violencia a secas, en el paroxismo de la eternidad o la luna y su infinito.